Un relato de 260 palabras
Estoy
triste. No es ya la sensación del tibio viaje en metro. Estoicos madrileños. Ni
el dardo del zigzag del pulso vacilante del metrero.
Ni esos chirridos secos. Ni esa anciana atrapada entre tanto momento de inercia
traicionero. En el síndrome existencial de un funcionario de las catacumbas.
Ni esos
viejos pasillos desconchados. Siempre en perpetuo arreglo. Desgajados. Que
tantas reflexiones y tropiezos, desganas, ascos, singladuras, sueños, etilias y despojos, miedos...
compartieron conmigo y aún siguen compartiendo.
Ni esos
largos pasadizos tan ajenos que paso de puntillas. Que recorro encogido entre
cuerpos de azabache. Ebúrneos. Impertérritos. Dédalos imposibles, colonizados
por charcos de colores hilerados, veteados de irisaciones y reflejos.
Apretados. Repletos de sorpresas esquinadas. De ojos profundos. De ofertas de
silencio.
Ni ese
regreso lento y pesaroso cuando ya cae la tarde, cuando todos se van o se están
yendo. En vieja soledad. En mi sudor obrero. No. No es eso. Estoy triste porque
cuando acaba el viaje subterráneo, y subo las escaleras y asomo al pavimento,
veo árboles polvorientos, aceras levantadas, socavones inmensos, y esa máquina
sorda extendiendo el asfalto a un lado del trayecto.
No hay
taxis, ni niños, ni guiñoles, ni mendigos, ni palomas, ni mirlos, ni soldados,
ni viejos, ni sonrisas, ni sueños. Ni ningún bar abierto donde comprar tabaco.
Ni el sol
encuentra donde tomarse un buen refresco. Es agosto. Estoy solo y sediento. La
luna sin alma, entre dos luces, se hunde en el cemento. Y cuando llego a casa y
enciendo el aire acondicionado siempre se va la luz en todo el barrio.
Narciuß
12.10.1995
Relatos por palabras